Entre algunos investigadores que he tenido la oportunidad de escuchar o leer se esgrime la idea de que la ciudad de La Habana no pertenece al Caribe. En uno de los más recientes números de La Gaceta de Cuba, por ejemplo, la destacada ensayista y profesora Luisa Campuzano propone que “el Caribe es el sur, más bien el sureste, con su propia historia –llena de azares, contrabandistas, bucaneros, ron y ciclones–, que en los detalles, los hábitos, las mentalidades difiere –mejor dicho, difería– bastante de la nuestra [habanera]” (Campuzano 2019: 64). Por su parte, el norteamericano Ned Sublette, investigador de la música cubana y de la región, explica que, “Por toda su riqueza cultural, La Habana no es una ciudad caribeña. Es del Golfo de México, que perfila su propio circuito, en un triángulo con Veracruz y Nueva Orleans, comunicada con Europa y África por la fuerte corriente del Golfo” (Sublette 2019). Entre las razones que apoyan esta idea también han estado la identificación de La Habana con otros paisajes urbanos como el miamense y, en consecuencia, la marcada diferenciación con ciudades más alejadas de ese Norte, aisladas y hasta telúricas, como Santiago de Cuba.
Debo confesar, sin embargo, que esta idea siempre me ha parecido esquemática, en el entendido de que “lo caribeño”, más que una condición geográfica, es una construcción cultural compleja y diversa, que integra múltiples paisajes, fisonomías, expresiones e identidades –a veces, incluso, paradójicas entre sí–. En muchas ocasiones esa construcción cultural se ha sostenido fundamentalmente en el componente racial, el rítmico y/o el natural; tres elementos que precisamente son los que más se focalizan cuando se piensa a La Habana excluida del Caribe. Por otro lado, para desmontar esa idea de exclusión, creo que también es fundamental tener en cuenta que, como propondría el ensayista y narrador cubano Antonio Benítez Rojo, “la identidad es producto del deseo” (Tatis Guerra s. f.); es decir, lejos de estar restringida o predeterminada inamoviblemente por elementos fijos y externos, mucho tiene que ver también con las percepciones íntimas e individuales, con los imaginarios, con la manera de identificarse o no con determinadas realidades, y con el modo de interpretarlas.
Existen dos cuentos del propio Benítez Rojo, escritos en Cuba durante los años setenta, en los que se advierten puntos de contacto que a su vez revelan conexiones del presente del autor con el pasado esclavista de toda el área caribeña: me refiero a “De nuevo la ponzoña” y “La tijera rota”, ambos ambientados en La Habana. Como se demostrará a continuación, en los dos relatos la capital cubana es mucho más que mero escenario: en sus calles, sus muros, sus rituales, sus gentes, sus alegrías y sus padeceres subyacen la densidad sociocultural del Caribe, su naturaleza sincrética, su sustrato mítico ancestral, su espectacularidad performática y su persistente espíritu rítmico y carnavalesco, cuestiones que el autor, años más tarde, propondría en sus estudios como claves identitarias de la región. En sentido general, la amplia obra narrativa y ensayística de Benítez Rojo se ha convertido en un hito para la reflexión sobre lo caribeño; su libro La isla que se repite, particularmente, ha sido de los más frecuentados para pensar el área desde perspectivas contemporáneas. De ahí que resulte iluminador examinar aquellos dos cuentos tempranos desde las propias ideas del autor sobre la identidad regional, y en específico interpretar La Habana que aparece en esos relatos como un espacio auténticamente caribeño.
Para Antonio Benítez Rojo (La Habana, 1931-Amherst, 2005),1 la iniciación en el universo caribeño comenzó desde edad muy temprana, pues durante su infancia realizó varios viajes a Panamá y Puerto Rico, donde se fascinó con aquellos castillos, cañones, balcones, plazas e iglesias coloniales que tanto le recordaban a La Habana. Sin embargo, fue precisamente en la capital cubana, muchos años después, cuando comenzó a “sentirse” caribeño. Así lo reconoció en una entrevista:
Fue en el verano de 1979, en ocasión de tener lugar en La Habana un festival llamado Carifesta, el cual se había celebrado con anterioridad en Jamaica, Trinidad y Guyana. Este festival reunía grupos de música y baile de todas las naciones con costas al mar Caribe, y durante varios días los teatros, estadios, plazas y calles de La Habana sirvieron de escenario a las expresiones culturales de numerosos países de la región […]. No obstante, no fue hasta que observé la manera de bailar de cada país, que mi cuerpo se dio cuenta de que había un denominador común en todas nuestras culturas: el ritmo. Y no solo eso, el ritmo suponía una actuación, una representación, es decir, un performance, el cual era extraordinariamente semejante al cubano (Benítez Rojo 2010: 101).
En su reconocido libro de ensayos La isla que se repite, Benítez Rojo nos propone que el Caribe no se circunscribe a un mero espacio geográfico, sino que responde a cierto grupo de valores que pueden aparecer en cualquier rincón del planeta, y puesto que los orígenes de lo caribeño son imposibles de fijar, ya que su búsqueda conduce siempre al desplazamiento errático hacia otros puntos espacio temporales (Benítez Rojo 1998: 27), la historia caribeña también se hace un territorio huidizo, difícil de aprehender.
Para este autor, la historia del Caribe es uno de los hilos principales del capitalismo mundial, debido a la conjunción de varios sistemas o “máquinas” –en el sentido que aportaron Gilles Deleuze y Felix Guattari, dos de los referentes teóricos más importantes en La isla que se repite–. Las que propone como máquinas más significativas son, fundamentalmente, la flota y la plantación, y a ellas dedica muchas páginas para analizar con detalles sus implicaciones en la región. La formación económica de Benítez Rojo, para quien “El Caribe es un mar histórico-económico principal” (Benítez Rojo 1998: 24), orienta muchas de sus búsquedas e interpretaciones: por ejemplo, explica cómo la trata negrera convirtió al Atlántico en el ombligo del capitalismo; cómo nace la cultura caribeña entre las encomiendas de indios, las plantaciones esclavistas y las inmigraciones de coolies; o cómo fueron de importantes el monopolio comercial y la piratería para que surgieran determinadas prácticas culturales.
En el primer capítulo de La isla que se repite, “De la plantación a la Plantación”, Benítez Rojo analiza el fenómeno socioeconómico desde un enfoque histórico, con un gran apoyo de fuentes y estadísticas sobre la esclavitud, para explicar que la plantación, más que un fenómeno antillano, fue atlántico; para comparar el desarrollo diferenciado entre zonas geográficas y localidades, y los tipos de economía y estratos sociales de los que nacería la cultura criolla; para revisar la literatura fundacional que se planteó contra la esclavitud o a favor del desarrollo industrial azucarero; o para demostrar por qué la mayoría de los países caribeños comparten estructuras socioeconómicas. Como conclusión, el autor plantea que el Caribe contemporáneo se fue formando de la economía de plantación y que las estructuras de poder, jerarquía y violencia de entonces continúan manifestándose, a veces de formas más sutiles, dentro de las sociedades caribeñas. La Plantación, con mayúscula, es una suerte de metáfora de lo caribeño que Benítez Rojo emplea para referirse al tipo de sociedad que surgió “del big bang provocado por la economía de la plantación” (Corticelli 2000: 75). Y es también un “paradigma de investigación” (Villa Chiappe 2006: 193) del Caribe a partir de su legado histórico; un modo de análisis que incide en la percepción sobre el pasado en la región.2
Por otro lado, Benítez Rojo propone el concepto de Violencia para referirse no ya a los procesos traumáticos derivados de la conquista y colonización, la piratería, la esclavitud, la plantación, las guerras, las dictaduras, los fenómenos naturales…, sino al “nacimiento de un nuevo código que habrá de servir de matriz a innumerables discursos” (Corticelli 1998: 251). Esa Violencia que dio origen al Caribe continúa marcando el presente, pues se repiten muchas de aquellas situaciones económicas, sociales y políticas. Esto lleva a Benítez Rojo a detenerse en los mecanismos con los que la sociedad caribeña exorciza o neutraliza la violencia histórica y cotidiana: desde formas populares donde muchas veces ocurren sacrificios reales o simbólicos –como el carnaval o los cultos religiosos– (Roffé 2002), hasta formas discursivas que remiten a un territorio utópico donde puede reconstituirse el sujeto caribeño (Benítez Rojo 1998: 223).
Benítez Rojo acude al concepto de “narrative knowledge”, de Jean-François Lyotard, para aplicarlo al conocimiento sobre el pasado caribeño en oposición a cualquier metadiscurso (Benítez Rojo 1998: 202). Este conocimiento narrativo se trasmite a partir de un discurso que se legitima por sí solo, no por una autoridad anterior –lo compara con el discurso del griot africano que rememora toda la historia de su aldea, o con el del santero–, y participa de un ritmo particular que, de generación en generación, hace posible la conservación de una memoria narrativa oral (Benítez Rojo 1998: 263). Con esta vía de trasmisión del conocimiento mediante la palabra-ritmo, el tiempo deja de ser un soporte de la memoria para convertirse en pulsaciones inmemoriales, trasmitidas por todos los miembros de una comunidad. La palabra-ritmo no simula la Historia, sino que la actualiza y la encarna, por lo que se legitima instantáneamente con el propio acto de recepción, o de lectura. Esto conduce a la necesidad de introducir un nuevo paradigma híbrido, que combine el lenguaje científico, ilustrado, occidental, con el lenguaje tradicional, rítmico, caribeño; pues ninguno de ellos es en sí mismo suficiente para abarcar toda la experiencia histórica de la región. En contraposición con el discurso historiográfico occidental, la palabra-ritmo actualiza el pasado siguiendo un tiempo no lineal, no sucesivo; y recupera el pasado desde la simultaneidad, como si la Historia estuviera aconteciendo mientras se la lee o se la escucha. A partir de esa palabra-ritmo se tejen las prácticas narrativas de los llamados Pueblos del Mar, cuya cultura se transmitió durante muchos años principalmente a través de esos relatos que no se legitiman en un referente externo, sino en el hecho de “ser” en el presente, en el momento en el que son emitidos.
Otro de los paradigmas con que Benítez Rojo explica las singularidades del pasado caribeño proviene, igualmente, de la nueva historiografía: en una misma etapa cronológica pueden coexistir diferentes tiempos históricos, lo cual cuestiona el desarrollo lineal de la Historia: “Tal peculiaridad de vivir la historia sincrónicamente no depende de la voluntad de los pueblos del Caribe; es una circularidad impuesta por el aislamiento y, sobre todo, por la repetición implacable de las dinámicas económico-sociales propias del sistema de plantación” (Benítez Rojo 1998: 243). La explotación escalonada de la región, la gran diversidad de cada uno de los territorios y la aparición en estos de similares fenómenos económicos, sociales, políticos y culturales en diferentes estadios conlleva sortear una serie de dificultades para realizar estudios comparativos en el Caribe, donde “el tiempo se despliega irregularmente y se resiste a ser capturado por el ciclo del reloj o el del calendario” (Benítez Rojo 1998: 26). La perspectiva no sincrónica para estudiar el Caribe, también promovida por autores como Franklin W. Knight y Sidney W. Mintz, permite a Benítez Rojo comparar, por ejemplo, la sociedad cubana del siglo XIX con la de Saint Domingue del siglo XVIII, y cualquiera de estas con la de Barbados de finales del siglo XVII, a partir del desarrollo de la plantación.
Otro de los elementos de los que se vale Benítez Rojo para encontrar una expresión propia del pasado histórico es esa “maravilla” que hereda de la comprensión de Carpentier sobre el mundo americano, y que luego en La isla… será asociada a una “cierta manera” del ser caribeño (Benítez Rojo 1998: 26). El autor propone que en el Caribe “la magia coexiste con la razón, la historia con el mito, el sonido épico de la corneta con el ruido del tambor ritual” (Benítez Rojo 1998: 359), precisamente porque, como se explicó antes, una etapa histórica no cancela la anterior. Benítez Rojo explica poéticamente en La isla que se repite que el Caribe es “una máquina de espuma que conecta las crónicas de la búsqueda de El Dorado con el relato del hallazgo de El Dorado; o también, si se quiere, el discurso del mito con el discurso de la historia, o bien, el discurso de la resistencia con el discurso del poder” (Benítez Rojo 1998: 18).
Uno de los pasajes más polémicos y citados de su reconocido libro de ensayos es el famoso episodio en el que Benítez Rojo narra una relevación: en plena crisis de los misiles, en 1962, cuando el mundo se encontraba en tensión ante la amenaza de una guerra nuclear, él vio pasar por debajo de su balcón habanero a dos mujeres negras que olían, se movían y hablaban de una “cierta manera”, casi mágica, ajena a la gravedad del ambiente; había “una sabiduría simbólica, ritual, en sus gestos y en su chachareo” (Benítez Rojo 1998: 25). Entonces, según lo cuenta, Benítez Rojo tuvo la certeza de que no ocurriría la catástrofe, pues una dimensión ancestral le acababa de revelar que el Caribe no era un espacio apocalíptico. Lo que interesa aprovechar de este relato, a los efectos de este texto, es esa noción de “cierta manera” con la que el autor caracteriza la actuación caribeña. Esa actuación caribeña ha sido interpretada como ejemplo de “cimarronaje psíquico”, un concepto elaborado por Brathwaite en Contradictory Omens, según el cual “el sujeto subordinado preserva los modos africanos como modo de evadir y subvertir la deshumanización que presupone el sometimiento a la presión socioeconómica del colonialismo” (citado por Faundez-Reitsma 2007: 35, n. 20).
Asimismo, este concepto puede relacionarse con el del “choteo”, utilizado por Fernando Ortiz y Jorge Mañach para explicar esa resistencia vital que caracteriza en general al ser caribeño, una forma de irreverencia hacia toda autoridad, una vía de exorcizar la violencia social. El choteo, la cierta manera, el cimarronaje psíquico… son también estrategias para crear una imagen despreocupada, ligera, pintoresca, ante la percepción del otro; son una suerte de camuflaje, de actuación, de ejecución de un ritual que integra códigos que solo los caribeños pueden descifrar: “códigos que remiten a un conocimiento tradicional, simbólico si se quiere, que Occidente ya no puede registrar” (Benítez Rojo 1998: 262).
De ahí el carácter espectacular que el autor atribuye a la literatura de la región, “que se ofrece como espacio para la realización del sacrificio ritual y el aspecto sagrado de la identidad caribeña” (Sedeño Guillén 2007: 15). El autor advierte en este arte
una voluntad a toda prueba de erigirse a sí misma como una performance total. Este performance […] puede llevarse a cabo bajo los cánones de varios tipos de espectáculos: show de variedades, función de circo, obra dramática, programa radial o de televisión, concierto, sainete, comparsa de carnaval, en fin, cualquier espectáculo que uno pueda imaginar. (Benítez Rojo 1998: 259)
Antes de publicar La isla que se repite, antes de establecerse de manera definitiva en Estados Unidos, antes de haber comenzado a idear su tetralogía caribeña con libros de diferentes géneros, e incluso antes de haber sido fundador de los estudios caribeños en Casa de las Américas, Antonio Benítez Rojo publicó, en 1970, un cuento muy breve y hasta hoy apenas estudiado, donde adelanta algunas de sus posteriores formulaciones sobre la expresión y la identidad caribeñas. Se trata del relato “De nuevo la ponzoña”, retitulado luego, en su libro Fruta verde, como “Son cosas de mi país, mi hermano”. De alguna manera, en este cuento resuena, o más bien se anticipa, aquella experiencia personal que Benítez Rojo tuvo a propósito del festival Carifesta en La Habana, y que le hizo también concluir lo siguiente:
entre todas las posibles prácticas socioculturales, el carnaval (o cualquier otra festividad equivalente) es el que mejor expresa las estrategias de los pueblos del Caribe para hablar simultáneamente de sí mismos y de sus relaciones con el mundo, con la historia, con la tradición, con la naturaleza, con Dios. (Benítez Rojo 1998: 349)
Las primeras líneas del cuento “De nuevo la ponzoña” nos ubican en el Paseo del Prado habanero, en la contemporaneidad, durante la celebración del carnaval. Se menciona la música de la comparsa, el cubo de cerveza, el gentío, los ovillos de serpentinas, el cencerro que marca la rumba en una carroza… Del protagonista sabemos pocos datos generales: es un obrero constructor –asumimos que de la brigada Blas Roca Calderío, por las letras rojas de su pulóver–, a quien unas mujeres familiares enviaron a llenar un cubo de cerveza fría, al otro lado de la calle. Para ello, el hombre debe atravesar la comparsa y abrirse paso a contrapelo entre la multitud. Cuando retorna, el relato abre una fugaz brecha en el tiempo y entrelaza la situación contemporánea con otra pasada:
de repente a medio regreso, clavado en el gentío de la esquina, la espuma chorreando por los brazos entrelazados, negros, gruesos, desmesurados en el aire hirviente del otro minuto, tendidos desde un respaldo de caña apilada hacia el porrón, el sudor fresco del barro esfumándose al sol, el glu glu glu del agua que se menea, encerrada, suspendida, al aproximarse al hombre que tiende los brazos, al hombre que ha de morir por su propia mano, en un instante, Oye, cubano, no te asustes cuando veas / al alacrán tumbando caña, y a cuadra y media el vetusto Florecita sopla en corneta, concluye el estribillo luego de hacer visajes con el bombín. (Benítez Rojo 1970: 126)
Así, a partir de esa mención al “aire hirviente del otro minuto”, el narrador continúa entretejiendo presente y pasado, que es lo mismo que decir, en este caso, carnaval habanero y cañaveral. El obrero constructor que en el presente socialista avanza por el Paseo del Prado y se confunde entre la multitud de la comparsa de El Alacrán con un cubo de cerveza en brazos se transfigura, durante breves lapsos de tiempo, en un cortador de caña en plena faena que, por accidente, se bebe un alacrán del porrón de agua que compartía con sus compañeros macheteros y, por el dolor insoportable que esto le causa, termina cortándose la garganta. El cuento, de hecho, está dedicado a la memoria de los caídos en la guerra del azúcar y con ello se establece una asociación mucho más amplia en el tiempo, hacia la esclavitud y los orígenes del cultivo de la caña en Cuba, pero también en toda la región caribeña. Resulta curioso, entonces, que ese homenaje a las víctimas de la Plantación se conciba, en principio, desde el gentío que se aglomera en un carnaval habanero. El alacrán engrifado y ponzoñoso que acecha en el agua y el alacrán alquitranado de la comparsa que avanza por el Prado son puntos de enlace entre cañaveral y carnaval, como también lo son algunos estribillos de canciones que se repiten en uno y otro tiempo –pasado y presente–, y sobre todo los brazos tensados y el empuje rítmico de hombres anónimos, hermanados aquí y allá: lo mismo en La Habana contemporánea que en una plantación esclavista.
El propio discurso de este relato se hace rítmico, iterativo, pues en varias ocasiones el narrador repite las mismas palabras, o a veces las recombina, como si con ello también encarnara el espíritu carnavalesco. Además, toda la narración está dada con verbos en presente o gerundios, de manera que el discurso nos va entregando esa idea de continuidad, o de eterna actualidad, con que la palabra-ritmo de las tradiciones orales restablece o representa el pasado. La no linealidad del tiempo narrativo, que aparece más bien como simultaneidad de dos momentos históricos diferentes, nos propone que la Plantación en tanto fenómeno cultural sigue aconteciendo como ciclo perpetuo, trasmutada en otros espacios –en este caso, el habanero– y quizás también en otras formas de relación.
“De nuevo la ponzoña” o “Son cosas de mi país, mi hermano” podría considerarse una historia precursora que establece guiños hacia esa concepción posterior que el autor desarrollaría en varios ensayos, sobre la Plantación y la Violencia como metáforas culturales y como modelos de interpretación del pasado y el presente caribeños. Quizás sea aventurado decir que tales ideas ya estaban establecidas en el Benítez Rojo de entonces, pero en cualquier caso a partir de ellas puede hilvanarse una interpretación coherente de este cuento, donde el carnaval contemporáneo que tiene lugar en La Habana, heredero a su vez de varias tradiciones culturales, parece una gran performance establecida para conjurar la Violencia y para procesar el trauma histórico y social de la Plantación. De modo simbólico allí, en la comparsa que arrolla por el Prado capitalino, se sigue manifestando la sociedad de Plantación, aunque no sea evidente: está en los imaginarios, en las expresiones culturales, en las corrientes subterráneas de la Historia, en las actuaciones instintivas, en esa cierta manera de existir que se le revelaría luego a Benítez Rojo al ver caminar a aquellas mujeres bajo su balcón. Según esta lectura, La Habana también pertenece plenamente al Caribe.
“La tijera rota” es otro cuento temprano de Benítez Rojo donde La Habana se releva como un espacio auténticamente caribeño y donde se manifiestan interesantes puntos de contacto con aquellos temas desarrollados luego en los ensayos del autor, sobre todo a partir de la década del ochenta. Se trata de un relato más extenso que el anterior y también más conocido, pues forma parte del libro El escudo de hojas secas, merecedor del premio Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC, en 1968.
Jorge Emilio Lacoste, protagonista de “La tijera rota”, es un mulato ilustrado e insatisfecho con el nuevo orden instaurado en Cuba desde 1959, e incapaz de adaptarse a los cambios que ha implicado la Revolución. Esta situación se repite en otros cuentos de Benítez Rojo de esa primera etapa, como “Estatuas sepultadas”, que sirvió de inspiración para la película Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea. Como el protagonista de otro antológico filme de Gutiérrez Alea –Memorias del subdesarrollo–, Jorge Emilio Lacoste también se encuentra esperando por ciertos trámites de rigor para poder emigrar a Estados Unidos; mientras, observa con desprecio y sentido de superioridad cuanto le rodea en su contexto habanero. Lacoste se presenta a sí mismo como un “perito en folklore cubano” (Benítez Rojo 1969: 115), es graduado de Filosofía y Letras y tiene un ensayo publicado. Sin embargo, su talento no es apreciado por los mediocres que lo dirigen, quienes lo tienen realizando el insignificante trabajo de recortar fragmentos de periódicos en una biblioteca, día tras día, como un zombi. Triste y enajenado, este personaje vive en una especie de limbo y no tiene conciencia de su pasado como parte de una comunidad mayor; o sea, se siente ajeno a su herencia histórica o a su origen racial. Por eso se ofende cuando su compañero de trabajo, Legón, afirma que la Revolución los ha liberado a ellos, “los negros”. Lacoste piensa que es una barbaridad decirle eso a él, “que siempre pasó por blanco”; y concluye: “allá Legón que se las daba de antiguo esclavo, mono engreído” (Benítez Rojo 1969: 116).
Un día Lacoste advierte dos elementos extraños en su trabajo: al volumen acostumbrado de periódicos recientes que debía procesar se le había unido, al parecer por error, un ejemplar del Diario de la Marina de 1854; y, junto a él, había una tijera “antiquísima y con una exótica filigrana”. En el periódico traspapelado Lacoste lee, entre otras noticias, una columna donde se denunciaban esclavos prófugos, junto a señales y recompensas. El dato, que se menciona solo fugazmente en la narración, sin embargo será clave en este cuento. Pero lo que más atrae la atención de Lacoste son las crónicas culturales de la noche habanera decimonónica, en especial de los bailes de carnaval y del estreno de Don Pasquale en el Gran Teatro Tacón, una obra que casualmente él también iría a ver esa noche, en carácter de reposición.
Al asistir Lacoste a esa puesta en escena, la realidad comienza a transfigurarse dentro del propio teatro: “Cuando se volvió a pedir la opinión a su vecino supo que todo era sueño, que en algún momento se había dormido y ahora el hombre de su derecha vestía una casaca del mismo corte que la suya” (Benítez Rojo 1969: 120–121). De repente, y para su beneplácito, el protagonista se encuentra inmerso en La Habana de 1854, la misma de la que había leído en el Diario de la Marina. Es esta otra una ciudad que le resulta más afín a su sensibilidad, pues parece estar siempre de fiesta, entre comparsas carnavalescas, espectáculos teatrales y bailes de disfraces. Y, además, es más elegante, más aristocrática que esa otra Habana en la que vive aletargado, en constante espera. Al salir del teatro, la fantasía persiste: el personaje no desemboca en el Prado acostumbrado, sino en “la famosa Alameda de Isabel II de los grabados de Miahle” (Benítez Rojo 1969: 122). Lacoste está ahora en La Habana de mediados del siglo XIX, escenificada según sus últimas lecturas de la prensa decimonónica y también según sus conocimientos del universo letrado.
Comienza entonces un extraño periplo por esa Habana colonial nocturna, atractiva primero, pero cada vez más oscura y hostil en la medida en que avanza el relato. Lacoste va encontrándose progresivamente con una serie de personajes enmascarados que van acudiendo al engaño y la violencia para irlo despojando de sus ropas y dineros –o, lo que es lo mismo, de sus máscaras–, y con esa pérdida exterior se va trastocando, poco a poco, su identidad. Varios flashazos en el tiempo le traen recuerdos de otra vida, o de una nueva encarnación: “Caminó pegado a las paredes [de la muralla colonial]: tenía frío: probablemente la ventana estaba abierta y la corriente de aire caía sobre su hamaca allá en Puerto Príncipe” (Benítez Rojo 1969: 125). Gradualmente, mientras el personaje va siendo desnudado, se va haciendo más vívido ese otro pasado en el Puerto Príncipe haitiano, donde era esclavo y nada tenía. Como caja china, el sueño se va haciendo pavorosamente real y dentro de él se va perfilando aquella otra vida:
por arriba de los temblores y del dolor de cabeza, le llegó la idea de que después de todo jamás se había sentido tan dueño de su existencia; paradójicamente aquella pesadilla, al tiempo que lo clavaba en otro siglo, le confería poco a poco una vaga y dolorosa necesidad de elegir un rumbo, un camino. (Benítez Rojo 1969: 25)
En consecuencia, la narración también va mutando e incorporando un discurso más cercano al del esclavo, con su particular palabra-ritmo y fraseología: “Y la soga de su hamaca seguro se había reventado y catapún, calabaza calabaza cada una pa su casa” (Benítez Rojo 1969: 127). Asimismo, el texto nos da otras pistas de esta transformación en la que la cultura de origen africano va ganando mayor protagonismo: en ese recorrido errático y laberíntico que el personaje realiza por La Habana de intramuros, se va amparando sobre todo en las callejuelas, los rincones, los portales, las escaleras de iglesias y en especial las esquinas, que en las creencias de sustrato africano han sido sitios particularmente peligrosos puesto que representan una inflexión en el camino. Estos son espacios que, como revela la investigadora Elzbieta Sklodowska, se encuentran asociados a Elegguá/Legbá; como tal, poseen una semántica liminal y se acercan al simbolismo de la encrucijada: “Lacoste es, evidentemente, un ser perdido y confundido, incapaz de escoger el camino de salvación o enfrentar su propio rostro sin máscara” (Sklodowska 2009: 210). Esta autora igualmente advierte, en los posibles simbolismos de la tijera dentro del cuento, otras asociaciones con referentes míticos afrocubanos: “Lo que sí resulta interesante es la asociación de la imagen de la tijera con referencias explícitas (babalawo) e implícitas (la tijera como atributo de Oggún) a las creencias religiosas africanas” (Sklodowska 2009: 208–209).
Finalmente, Lacoste es reconocido/confundido por las autoridades habaneras como uno de esos esclavos prófugos que había anunciado el Diario de la Marina de 1854. Y continúa precisándonos el cuento:
Aterrado, luchó por abrirse paso hacia atrás, por alcanzar a toda costa un territorio que lo afirmara, una ciudadela para defender a sangre y fuego su identidad. Manoteó en la bruma y rescató apenas dos nociones: su nombre y una velada sensación de culpa: Jorge Emilio Lacoste y algo así como el pecado original […]. (Benítez Rojo 1969: 126)
La mención a esa “ciudadela para defender a sangre y fuego su identidad” y el apellido francés del personaje son indicios que enlazan, esta vez de manera mucho más sutil, al protagonista de este cuento con la Revolución Haitiana. En ese sentido, Sklodowska también nos arroja luces sobre la posible investigación histórica que, al respecto, pudo haber hecho Benítez Rojo:
Eugenio Lacoste, hijo de inmigrantes haitianos, conocido también como el “brujo de Guantánamo”, fue uno de los líderes espirituales de la insurrección de los Independientes de Color en 1912. La prensa de la época difundía rumores de que, a pesar de su parálisis, Lacoste era capaz de manipular a sus partidarios por medio de la brujería. (Sklodowska 2009: 209, n. 2)
De esta forma, las implicaciones del cuento son mucho más profundas, en la medida en que se enlaza el imaginario haitiano con los procesos revolucionarios cubanos a través del vodú como fuerza política. El mito haitiano del zombie, presente en el cuento desde la presentación del propio Lacoste como un ser aletargado y olvidado de su propia identidad, se aprovecha aquí, también, como evidencia del poder mágico de su avatar. Ese personaje zombificado que se describe al comienzo del cuento despierta de su amodorramiento a través de una inmersión profunda y violenta en el pasado, en la Historia:
Entonces sólo le quedó alzar la fusta por encima del disparo, desplomarse penosamente junto a las patas del caballo y escuchar a la Muerte, que, con la capucha caída, contaba a los curiosos que él, Jorge Emilio Lacoste, era un esclavo fugitivo de un ingenio de Puerto Príncipe, un mulato ladrón y asesino cuyas señas se daban en el periódico […] y cuando los soldados lo arrastraron con furia al rincón de la rotonda, pensó que no escaparía de aquel sueño, que ya no era posible el regreso y lo seguiría soñando toda la vida.3 (Benítez Rojo 1969: 130)
La superposición de tiempos y espacios –La Habana contemporánea / La Habana y el Puerto Príncipe decimonónicos– permite que los conflictos en torno a la identidad cultural del protagonista adquieran dimensiones históricas, con repercusiones regionales. A pesar de haber sido un experto en folklore cubano, no es el conocimiento letrado lo que identifica al personaje con su cultura; es el viaje en el tiempo, a esa Habana esclavista y violenta, lo que realmente le hace despertar. En su identidad racial, en su “pecado original”, Lacoste halla una afirmación individual como parte de una colectividad de la que, al comienzo del cuento, él no se sentía parte. Según Lucrecia Artalejo, este cuento sugiere el carácter recurrente de la esclavitud en Cuba: “Lacoste es esclavo del pasado en la medida en que en ese pasado se encuentra la raíz del prejuicio racial que conforma su constitución psicológica” (Artalejo 1991: 152). Por lo que se trata de un relato que nos advierte, contrario al discurso oficial que existía en Cuba durante la década del sesenta, que aún no había sido erradicado el racismo en la Isla; como también nos advierte que, a pesar de los que aspiraban a desmarcarse –reubicándose, blanqueándose, disfrazándose, aristocratizándose, etc.–, en La Habana continuaba manifestándose la Plantación como fenómeno de raíces profundas. La tijera es entonces símbolo de esos lazos (¿rotos?) entre pasado y presente, entre sueño y realidad, entre rostro enmascarado e identidad verdadera, entre La Habana y Haití, que es lo mismo que decir el Caribe todo.
En Paso de los vientos, el libro de cuentos sobre el Caribe que Benítez Rojo publicó en 1999, apenas aparece el escenario habanero. De hecho, apenas aparecen cuentos localizados en Cuba, salvo por “La tierra y el cielo” y “En el manglar”, que se desarrollan fundamentalmente en espacios naturales o del interior del país, es decir, muy alejados o diferentes de la capital. De ahí que resulte muy significativo que dos cuentos tempranos como “De nuevo la ponzoña” y “La tijera rota”, claramente enlazados a la visión sobre el Caribe que luego desarrollaría Benítez Rojo, tengan su punto de partida narrativo en La Habana contemporánea. Por ello, y a propósito del pretexto que sirve como introducción a este análisis, La Habana donde se desarrollan las líneas argumentales de ambos cuentos analizados importa más allá de su función escenográfica, una cuestión en la que, por cierto, estos relatos no se detienen mucho. Aun cuando el autor no haya tenido interés en darle protagonismo a la ciudad como objeto de reflexión o de representación particular, el hecho de que sea el espacio marco desde el que se propone una reflexión sobre las conexiones de lo caribeño resulta significativo.
La más temprana cuentística de Antonio Benítez Rojo se caracterizó, en sentido general, por los contrastes entre pasado y presente, y por los cambios de valores ideológicos y sociales en un contexto tan complejo como las décadas del sesenta y setenta, donde el entorno y las estructuras estaban transformándose mucho más rápidamente que las mentalidades y las realidades profundas. Dentro de esa primera producción narrativa, “De nuevo la ponzoña” y “La tijera rota” resultan excepcionales y precursores, por adelantar un interés en otros tópicos que luego serán desarrollados de manera casi constante en la posterior obra narrativa y ensayística de Benítez Rojo, fundamentalmente en aquellas que integraron su tetralogía caribeña.
A partir de la década del ochenta, Benítez Rojo comenzaría a proponer que la identidad caribeña está fuertemente enlazada a su comprensión del pasado y que no es estable ni homogénea, siquiera en su diversidad. En ese sentido, los dos cuentos aquí analizados son una demostración temprana de la vocación caribeñista de Benítez Rojo, así como de su interés por el pasado histórico y la memoria de la región. Son cuentos que exhiben algunos de los modos de representación que el autor emplea para componer su perspectiva de la Historia, con el propósito de llegar a una comprensión enriquecedora de sus formulaciones sobre la caribeñidad. En ambos se intenta alcanzar la fuerza legitimadora de la palabra-ritmo y de la imaginación, al contarse el pasado en diversos tiempos narrativos y en términos singulares, oníricos, rítmicos y hasta con repercusiones míticas. Así, pudiera afirmarse que estas narraciones de Benítez Rojo manifiestan una continua actualización del pasado, que es vivido por el “espectador” en el propio acto de lectura.
Por otro lado, en estos cuentos la historia caribeña se representa como un estado perpetuo de conmoción natural, social, cultural y política: la iteración de motivos, situaciones, conflictos y escenarios es un recurso que insiste en esa repetición implacable de la Violencia. Es interesante en este sentido la comprensión de la Violencia como un código cultural que se extiende hacia el presente, pues las retrospectivas y la superposición de tiempos permiten, en uno y otro caso, que los conflictos en torno a la identidad cultural de sus protagonistas adquieran dimensiones históricas, permanentes, con repercusiones regionales.
Según nos proponen ambos relatos, y según las concepciones de Benítez Rojo sobre la identidad cultural de la región, La Habana es una ciudad profundamente caribeña por su densidad sociocultural, por su naturaleza sincrética, por el sustrato mítico ancestral que impregna su cultura, por su espectacularidad performática, por su persistente espíritu rítmico y carnavalesco y, fundamentalmente, por las conexiones que todavía pueden establecerse con los fenómenos de la Plantación y la Violencia. En ese escenario contemporáneo de la realidad revolucionaria –que también puede leerse como síntesis de todo un país–, donde supuestamente todo ha sido transformado, nivelado y mejorado, se descubren todavía recónditas conexiones con un pasado esclavista de explotación y marginación, que a su vez enlaza a la capital cubana con una dimensión regional mucho más amplia.
1Antonio Benítez Rojo realizó estudios universitarios en ciencias comerciales y estadísticas, áreas en las que laboró hasta que comenzó a ganar un espacio en el ambiente cultural y literario de su época. En 1967 obtuvo el Premio Casa de las Américas con su primer libro de cuentos, Tute de reyes (1968). Dos años más tarde fue merecedor del Premio de Cuento Luis Felipe Rodríguez, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, por su libro El escudo de hojas secas (1969). En Casa de las Américas dirigió el Departamento de Publicaciones y el Centro de Estudios del Caribe. Sus cuentos fueron inspiración para dos películas cubanas, de las que fue coguionista: Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea, y La tierra y el cielo, de Manuel Octavio Gómez. Fue profesor invitado en algunas universidades norteamericanas hasta que se estableció como catedrático de Literatura Hispanoamericana y Caribeña en Amherst College, Massachusetts. En 1993 su libro de ensayos La isla que se repite. El Caribe desde la perspectiva posmoderna (1989) obtuvo el premio Katherine Singer Kovacs otorgado por la Asociación de Profesores de Lenguas Modernas (MLA). Publicó, entre otros, los libros de cuentos Heroica (1976), Fruta verde (1979), Paso de los vientos (1999); y las novelas El mar de las lentejas (1979), El enigma de los Esterlines (1980) y Mujer en traje de batalla (2001). Es autor de numerosos ensayos aparecidos en publicaciones periódicas y reunidos, en la mayoría de los casos, en La isla que se repite (cuya última edición ampliada es de 1998) y Archivo de los pueblos del mar (2010, póstumo).
2A pesar de lo atractiva y válida que pudiera resultar esta propuesta de Benítez Rojo, no deben desconocerse valoraciones críticas como la de Muñiz Varela (1994), quien cuestiona la validez del concepto de “Plantación” para entender toda la complejidad y diversidad de la cultura caribeña: “The construction is somewhat forced by the author […]. The plantation presents itself as a ‘machine’ that determines, constructs, and neutralizes its own opposition. The ‘outside,’ in the topological image the author uses, is in the emancipated slave, in the peasant, in the palenque (palisade), in racial hybridity, in the grain mill, or in the city lot. But, these spaces of escape do not succeed in de-centering the plantation; it persists as a backdrop, a phantom, arrested in the same binary logic” (Muñiz Varela 1994: 108–109).
3Es evidente aquí, por el carácter fantástico y el tratamiento de la Historia como pesadilla, el vínculo de este cuento con “La noche bocarriba”, de Julio Cortázar, un autor que mucho influyó en la formación de Antonio Benítez Rojo como narrador y que inspiró varias de sus historias. Sobre ese vínculo puntualizó él mismo tan solo unos meses antes de fallecer, al hacer un balance de su producción: “entre los escritores contemporáneos que más han influido en mis libros se encuentran, principalmente, Julio Cortázar y Alejo Carpentier. Esto es, un narrador que pudiéramos llamar nocturno, atraído por lo onírico, por lo surreal, y otro interesado en las problemáticas propias de historia y de la identidad cultural” (Benítez Rojo 2004: 5).
La autora declara que no existen conflictos de intereses.
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Benítez Rojo, Antonio. Archivo de los pueblos del mar. Ediciones Callejón, 2010.
Benítez Rojo, Antonio. “De nuevo la ponzoña”. Casa de las Américas, año XI, no. 62, 1970, pp. 126–127.
Benítez Rojo, Antonio. La isla que se repite. Casiopea, 1998.
Benítez Rojo, Antonio. “La tijera rota”. El escudo de hojas secas, Ediciones Unión, 1969, pp. 113–131.
Benítez Rojo, Antonio. “Pienso que entre los escritores contemporáneos…”. La Gaceta de Cuba, no. 6, 2004, p. 5.
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